miércoles, 7 de marzo de 2007

La puta costumbre de contestar al teléfono. No le gustaba ir a hacer trabajos con él porque hacía cosas absurdas, del tipo comer de los frigoríficos en las casas que entraban a robar, o contestar los teléfonos (como en esta ocasión) o curiosear los álbumes familiares antes de vaciar los cajones buscando objetos de valor. Ha subido las escaleras con un ritmo vertiginoso, de tres en tres la mayoría. Venía oyendo el teléfono desde que habíamos entrado como media hora antes. Le ponía nervioso, decía. Pero al descolgar dice que solamente ha oído su propia voz, repetida hasta la saciedad. Como él y el puto teléfono, hasta la saciedad. Pasa un rato observando el teléfono colgado (rascándose la sien con un revolver recién robado) fuera a ser que se repitiera la llamada, decía. Y P. observando desde abajo jodido por el calor, y él que le mira, pone cara de incógnita y desciende lentamente hasta situarse a su altura. Y ese es el instante en el que oficialmente comienza la huida.

El viejo ciclomotor tenía su ritmo constante. Las continuas curvas de la carretera de montaña, débilmente alumbradas por el faro, exigían todo tipo de proezas para ir a esa velocidad (nunca más allá de ochenta) sin que se deshiciera la moto en pedazos. El aire de la noche me alivia el calor. Él aguantaba entre sus piernas la mochila más pesada, mientras que P. cargaba las tres restantes, a su espalda y debajo de cada brazo. Todo parecía haber ido bien. Hasta que ocurrió lo de la luz. Un haz de luz invadió la carretera, rompió la noche e hizo que él perdiera el control del ciclomotor que salió despedido por uno de los precipicios tan infinitamente cargados de maleza que tardarían un siglo en encontrar los cadáveres. Todo eso pensó P. en cero coma tres segundos, mientras el ciclomotor volaba, hacia ninguna parte. Y volvió la luz.
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Ha amanecido y el mago despierta en su sofá blanco que contrasta con sus ropas negras de mago, su dedo todavía en el vaso de güisqui. El papel permanece en blanco encima de la mesa, bajo el bolígrafo sin estrenar y una tabla de dibujos absurdos. El día empieza con un cansancio horrible. Es tarde. Se asea con rapidez, cambia sus ropas negras por otras negras y se introduce en su flamante BMW para conducir con prisas desde su casa de la Moraleja, barrio fantasma en este agosto de aires acondicionados, hacia las montañas. Y estaba aquella conversación que se estaba convirtiendo en una obsesión para él.

- Ché, Algo está sucediendo. Algo que me supera, seguro.
- ¿Pero tú no eres mentalista? Haz ouija.

Y el puto teléfono que no paraba de sonar en la planta de abajo, tan lejos que parecía increíble que sonara tan fuerte.

- Te hablo en serio, boludo de mierda. Estoy preocupado. Y Marlene, sobre todo Marlene. Está llevando tan mal todo esto del embarazo…
- Bueno, ante todo calma. Mira, si tan preocupado estás, mándala unos días con su madre. Aire sano, que la mimen.
- No, mirá vos ¿qué querés que le diga? andáte lejos de mí porque veo fantasmas.
- Pues no sé chico, qué quieres que te diga. ¿Tú no eres mentalista? pues haz ouija.

La carretera se bifurcaba a unas quinientas curvas de distancia del lugar de rodaje. El ambiente del staff no le ayudaba. Estaba todo demasiado caldeado. Se sabía ya el tema los despidos. Cuando decidió desencadenar esta tormenta no podía imaginar que hoy le iba a estorbar tanto. Pero había que tomar decisiones. Había personas que no encajaban en el equipo, que no terminan de gustarle. Los de luces, por ejemplo. Y la cadena de televisión que no dejaba de presionar. Exteriores más misteriosos. ¿Dónde va el presupuesto? Ya solamente quedan ciento veinte curvas. Haz ouija. Será hijo de puta. ¿Y cómo se hace ouija? Se dijo a sí mismo mientras revolvía entre las cajas recién abiertas con toda su mercadería publicitaria o por fascículos. Por fin, fascículo cinco, tenga su propia tabla, la desempaqueta y la observa en silencio. ¿Y esta porquería no trae instrucciones? La gira, la mira de nuevo en silencio. Y comienza el ritual que recordaba de alguna película o de aquellas historias infantiles que le cagaban de miedo en su aldea natal. Diez curvas y la angustia que no desaparece. Ya el sol comienza a ceder en una tregua seca. Cinco curvas. Tres. El improvisado aparcamiento. La tienda de campaña que protege a la sombra los equipos más delicados. El infierno con forma de solar rodeado por una espesa pared de árboles y ramajos, en su mayoría secos.
Los preparativos se eternizan. El mago está especialmente irascible. La noche está llegando y aún hay mucho para preparar. El cementerio indio está acabado. Pero la máquina de niebla no tira de forma convincente. El tipo del generador por fin da el visto bueno y desde un andamio de varios tramos se iluminan tres potentes focos que han de iluminar toda la extensión ocupada por los decorados. El mago observa todo este ajetreo y las últimas luces que se reflejan en los cristales de los pocos coches que cruzan por la carretera que desciende el acantilado de pared boscosa.

Por fin anochece. La oscuridad fuera del lugar de rodaje es absoluta. Y en medio de la nada hay un círculo de luz intenso, perfectamente delimitado.
El equipo se va situando en sus respectivos puestos. Todo parece preparado.
Una niebla densa artificial cubre el suelo. Está muy lograda la sensación de frío. Un pequeño prado rodeado de árboles. Algunas cruces blancas dispersas por el suelo. Hay un silencio absoluto. El descampado está muy suavemente iluminado, al igual que la primera línea de arbolado. Luego la oscuridad absoluta. De esta oscuridad aparece una figura vestida de negro. Es nuestro mago. Lleva una pistola en la mano, una de estas antiguas con las que se celebraban los duelos a muerte. La figura avanza y deja entrever sus rasgos a medida que se acerca a la zona iluminada. Comienza a hablar con una voz medida, misteriosa, potente.

- He tenido que venir hasta aquí en esta noche tan desapacible de invierno, con la más absoluta discreción, para poder ejecutar este extremadamente peligrosa sesión de magia y mentalismo. Comprendo y acepto la responsabilidad. Ven este arma (la muestra, apunta al infinito mientras habla)… un anónimo tirador profesional la disparará apuntando a mi cabeza…

Hay una bajada de tensión momentánea y luego permanente, que va apagando uno a uno todos los focos, se para el generador, las cámaras dejan de funcionar todo se suma a un silencio espectral.
Casi nadie quiere (ni puede) moverse. Se afanan algunos para desenvolverse en la oscuridad e intentar solucionar el problema. El grupo electrógeno comienza a funcionar de nuevo. La luz general todavía no echa a andar porque hay que cambiar una lámpara. El foco que funciona, el técnico que casi se cae, se apoya, se quema y la luminaria se descontrola con un golpe que lo hace girar sobre su eje mandando un haz de luz hacia la falda de la montaña y dejando ver por un momento las treinta y siete curvas que serpentean en las alturas.

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La luz. Divergencia entre espacio y tiempo. Cruzó, cómo explicarlo, por una puerta cósmica o algo por el estilo. De repente volaban en la oscuridad montados en el ciclomotor y P. pensaba en las malezas y todas esas cosas y hubo luz y la moto se deslizó entre árboles, arrasó con todo lo que encontramos y al momento aparece el tipo de la pistola que cruza y encaja de pleno contra la motocicleta que consigue vencer su resistencia llevándoselo consigo. Pensó que habían pasado meses, que era invierno y que hacía frío. Que de repente hubo niebla, mucha. Y otra vez la oscuridad. Varios golpes más y ya no siente estar agarrado en ninguna parte, su cuerpo solamente rueda y se golpea y el dolor es infinito como su sorpresa por lo que estaba sucediendo. La quietud inmensa y después algunos gritos.


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Luces de emergencia que alumbran casi nada y esto aumenta el caos porque nadie sabe qué ha sucedido y algunos habla de un ser que ha arrasado con todo en un segundo, que ha arrastrado todo el cableado y reventado el grupo electrógeno que ha salido ardiendo, añadiendo a la niebla blanquecina de la máquina de humo una intensa, apestosa y densa bocanada de plástico quemado que rápidamente cubrió el espacio. El mago ha desaparecido. Hay que ser valiente para adentrarse en el silencio de la oscuridad. Hay dos, tres linternas y un grupo que decide buscar al mago entre los matorrales del entorno.

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P. atina a ponerse en pie. La rueda trasera del ciclomotor sigue girando, lo que permite un débil resplandor que abarca un metro por delante del faro. Él está muerto, tirado junto a P. tan inerte como ese otro cuerpo que se abraza a él tan ensangrentados y tan unidos ambos que no se sabría bien decir dónde empieza uno y termina el otro. P. ha encontrado el arma de él junto al cadáver. La guarda y decide desandar el camino hacia la carretera. Por esos dos desgraciados ya no puede hacer nada. Pero a medida que avanza una voces se adivinan en la nada, y por fin un poco de luz que le permite distinguir una figuras extrañas entre la maleza, unas figuras que avanzaban en su dirección con extraños andares. La sangre dejó de correr por sus venas para convertirse en escarcha.
El miedo.
La supervivencia.
La pistola.
Los demonios que venían a buscarle.

Pero se defendería con uñas y dientes.

4 comentarios:

Lara dijo...

Robel. Vaya. Qué impresión.

Reb dijo...

Ese mago!!!!
Qué bueno!!!!

NáN dijo...

El boludo se la ganó (y el otro tuvo su compañía).
Y tu relato es ¡¡cojonudo!! (que son bastantes muescas más allá del "me gusta").

La extensión hizo que hubiera que esperar a tener tiempo para leerlo. Pero merece la pena con creces.

¡Sí señor!

Rober dijo...

Gracias muchachas y muchacho, compañeros de mi vida, me ahorro el sonrojo si no os contesto directamente, más bien trazo una parábola y miro en otras direcciones (las tengo todas bien apuntadas) en un cuaderno con cinta elástica recién estrenado que me permite recordar el debe y el haber de cada día y aquí ando construyendo el de hoy.

(Cómo era aquello de Ocnos enredado con la trenza de esparto a lo largo del día y que le obliga siempre a volver a empezar al siguiente)

Sé que me quereis bien.

Besos.