miércoles, 22 de junio de 2011



Me duele un poco la vida. También me duele la cabeza. A pesar de no haber bebido mucho fue una noche embriagadora. Lo fue por el reencuentro sorprendente con una parcela de mi pasado que ya creía olvidada. Afortunadamente no era así la cosa. Lo fue también por las conversaciones al arrullo del calor madrileño, la noche que se ofrecía como salvaguarda de las conversaciones afables y de una confesión que quedó suspendida en el aire parado y caliente de la calle. Me duele un poco un poema y también las ausencias de los que todavía siguen vivos. De verdad que mi intención no es ser críptico. Pero ya sabéis que yo no sirvo para contarlo todo, que para eso habría que haber estado allí.

Hoy me hubiera gustado levantarme un poco más temprano, adelantar el primer café al fresco amanecer madrileño, remanso de calma en medio del desorden en el que he convertido mi vida últimamente. Estar rodeado de personas todo el tiempo no te hace menos solitario.

Me hago una autopsia de media mañana;

Serrucho en mano secciono una parte importante de mi cráneo. Sorprendentemente este es el primer recuerdo que sale:

- Una vez tuve un incunable en las manos. Olí los años en sus páginas, pasé mis dedos por sus láminas amarillentas.

Sigo con la operación sin cuidado ninguno. Deseos. Interesante compartimento. Materia gris que fabrica un futuro imperfecto. ¿Lo imagina o lo fabrica? De momento no importa. Ahí puedo ver una muestra al microscopio.

- Ojalá pudiera escribir hasta el último de mis días.

Una vida dedicada a la vida privada de los libros, saco como conclusión. Mañana, quizás pasado, continuaré con la auto-disección. De momento, con permiso, voy a ir recogiendo todo este estropicio: hay que limpiar de pensamientos las paredes, barrer los fragmentos de vida desperdigados por el suelo y ocultar este olor a intimidad que no resulta de recibo si vienen, de repente, visitas.



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